Por León David Cobo Estrada

Un paisaje sonoro consiste en eventos 
escuchados y no en objetos vistos.
R. Murray Schafer

En la primera infancia percibimos todas las frecuencias del sonido, es decir que cuando somos bebés y en nuestros primeros años escuchamos sonidos muy graves y muy agudos, de los 20 a los 20.000 Hz sin ningún problema. Desde el sonido agudo de un ratón husmeando, un colibrí aleteando sobre una flor, hasta el sonido grave de un tambor nos relacionan con nuestro entorno desde la gestación, pues, el sonido nos habla de cuál es el entorno en el que vivimos. Sin embargo, con el pasar de los años vamos perdiendo la capacidad de escuchar toda esta gama de frecuencias y, al hacernos mayores, por lo general, no percibimos con la misma agudeza que cuando éramos más jóvenes o bebés. 

Para una niña o niño que nace en la ciudad la información sonora es particular y diferente a la del contexto sonoro del campo o de la selva. Los ambientes de los espacios que habitamos,  la fonética de las lenguas, los dialectos, los acentos, los ritmos y las cadencias de la forma en que hablamos, son algunos aspectos del universo sonoro que se transmite y hereda, generando una pertenencia que determina formas de ser particulares, propias y diversas de cada comunidad. 

Con el fin de ofrecer una mirada más amplia de los contextos sonoros en los que habitan las comunidades indígenas, además del material musical producido por ellas, en De agua, viento y verdor se grabaron los paisajes sonoros de los espacios más importantes para las mismas, bien porque allí desarrollan sus actividades cotidianas o porque los consideran sagrados. De esta forma, se registraron los sonidos del bosque, la selva, los ríos, las montañas, los valles…, pero también los que producen los animales o las personas al ir y venir, el viento, la lluvia, etc.; en distintos momentos, el amanecer, la mañana, la tarde, la noche. Estos paisajes sonoros nos brindan valiosa información de lugares que permanecen intactos desde tiempos antiguos, porque son sagrados, y otros que, al contrario, viven fuertes procesos de cambio y transformación. 

Cuando damos lugar al entorno natural como movilizador de significados y expresiones desde la gestación, entendemos que lo social y lo natural están en permanente interacción, pues, cada comunidad se vale de su medio para crear significados y compartir saberes entre generaciones. Por ello, la naturaleza y el entorno hacen parte de lo que curan, cantan, cocinan o tejen las comunidades. En De agua, viento y verdor, las relaciones entre las plantas y la medicina, los alimentos y el nacimiento o la siembra y el canto son inseparables. Pensemos en los Sikuani, en los llanos orientales del país, quienes comparten el Canto para calmar el cuerpo donde un árbol y sus frutos dulces ayudan a tranquilizar (Tomo II, disco 2, pista 24); o en los Wiwa en la Sierra Nevada de Santa Marta, quienes con su canto Allá es donde comienza la semilla (Tomo I, Disco 9, pista 2) celebran la vida. ¿Qué tal si en momentos de crisis, cuando un niño llora, por ejemplo, cantamos e invitamos a la calma? ¿Qué sucede si al cantar o escuchar Allá donde comienza la semilla nos acercamos a las madres gestantes en fortalecimiento de los vínculos afectivos con sus bebés? ¿Cómo el canto nos recuerda la cercanía de nuestra vida con las plantas que crecen desde la tierra y dan un fruto de vida? ¿Cómo nos conectamos de nuevo con la vida que crece en el vientre desde el canto y la palabra? 

Lo invitamos entonces a darle un lugar a los mundos sonoros, con todos los elementos de la naturaleza como una puerta para el reconocimiento del entorno propio y la valoración de los saberes de cada comunidad en la construcción de la identidad en la primera infancia. ¿Podríamos pensar en otras formas de acercarnos a los objetos, costumbres, tradiciones e historias de las familias y las comunidades? ¿Encuentra algún reflejo de sus prácticas familiares o de comunidad cuando escucha uno de los cantos, relatos o paisajes sonoros de De agua, viento y verdor