Vivimos y habitamos una lengua, pues mediante ella nos comunicamos, en ella pensamos y con ella construimos mundo e intercambiamos palabras, saberes, formas de sentir y de vivir. La lengua posibilita el diálogo, los acuerdos y los disensos con otras personas en nuestra casa, en el barrio o en nuestra región. Expresión profunda del espíritu de un pueblo, nos diferencia de los otros, nos permite mirar, con diferentes matices, la vida, el mundo. 


A través de los arrullos, la lengua materna comunica a los niños los más cercanos afectos, las primeras emociones; por tanto, desata todas las posibilidades de relación consigo mismo, con los demás y con el entorno, de manera profunda, a través del vínculo amoroso.

En consecuencia, cuando se deja morir una lengua se pierde su historia, su cultura y los saberes que en ella anidan; es decir, se cierra una manera de ver y de sentir el mundo, con todas las posibilidades de saber que ella contiene. Muchos de los saberes botánicos, biológicos, ecológicos y territoriales, así como las formas de percibir y de expresarse, están ligados a las lenguas maternas. Su vitalidad enriquece las miradas que tenemos de la vida y del planeta. Su ocaso implica la desaparición de la experiencia colectiva, de la inteligencia para aprender y desenvolverse de una manera específica en un lugar.