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Resonancias

Cuando una lengua muere...

Por Nicolás Buenaventura Vidal


Escuchando los paisajes sonoros que forman esta audioteca recordé que Oliver Sacks cuenta, en su libro Los ojos de la mente, cómo un llamado señor Hull, que perdió la vista a los 48 años, veía su jardín y su entorno gracias a la lluvia. Dice el señor Hull que la lluvia, a la que nunca le había prestado atención, comenzó a dibujar paisajes. Cuando se precipitaba sobre el camino del jardín de su casa hacía un ruido distinto del que hacía cuando caía sobre el pasto, sobre los arbustos o sobre la reja que separa el jardín de la carretera. Dice que la lluvia tiene una manera singular de dibujar los contornos porque “tiende un manto de colores sobre todas las cosas que permanecían invisibles”.

En ese sentido quisiera empezar afirmando que estos paisajes sonoros nos invitan a aprender a ver con los oídos, a ver con todo el cuerpo. Lo que significa el desarrollo de una función poética y es, a mi juicio, la única manera que tenemos de percibir lo invisible. Tengo la convicción de que la poesía está íntimamente vinculada con el desarrollo de las capacidades de nuestro cerebro y de nuestro pensamiento. Es muy probable que la analogía, que es lo que hacemos cuando vemos con los oídos, oímos con los ojos… sea el corazón mismo del pensamiento y que esté en estrecha relación con la manera cómo funciona nuestro cerebro.

 

Escuchando sentí que los seres, (sin distinciones: pájaros, lluvia, monos, gallos, vacas, ríos, vientos, mujeres, zancudos, hombres, piedras, grillos, chicharras, árboles…) que habitan y construyen estos paisajes parecen escucharse los unos a los otros, (sí, es sorprendente, pensar que la lluvia pueda escuchar las voces de las ranas), y más aún, al escucharse hacen música. En algunos hay un caos aparente y de manera inesperada aparecen voces que se responden y le dan al caos, un sentido que no habíamos percibido. Otros proponen un viaje, en especial aquel en el que la profunda voz de un río nos lleva de la mano hasta la chagra, de allí somos conducidos al espacio de dos mujeres que cantan, una siguiendo a la otra como si fuera su sombra, para finalmente llevarnos a levantar al cielo la mirada y observar las voces de varios pájaros que también se cantan, siguiéndose. Los hay de una gran discreción, con silencios plenos, de laguna, de viento, que producen algo parecido a la serenidad e invitan a los despliegues de la imaginación. En algunos se siente calor, en otros se respira humedad. Y están los que nos permiten asistir a la maravillosa experiencia de un despertar… Sentí que estos paisajes, como todo paisaje, nunca más serán los mismos, podemos ir al lugar donde fueron grabados y no reconocer nada, pero lo extraordinario es que estas huellas que aquí tenemos, estas grabaciones que nos los evocan, también son irrepetibles. Cada vez que las escuchamos descubrimos nuevos seres, nuevas palpitaciones, nuevos movimientos, otros tiempos, otros espacios. La razón está, tal vez, en que esos paisajes nos modelan, nos cambian, no somos los mismos cuando los volvemos a escuchar. Nos hacen sentir parte de un todo, nos dan la posibilidad de una intimidad con la naturaleza, la posibilidad de otra manera de ser humanos.

 

Escuchando pensé que cada uno de esos paisajes sonoros es una narración que nos revela mundos que nos rodean, mundos que nos dieron vida. Pensé también en todo lo que ignoramos, lo que allí no podemos descifrar: declaraciones de amor, búsquedas de las crías, propuestas de aparejamientos, anuncios de sequías, cercanía de depredadores, o simples momentos de regocijo. Pensé en todos los mundos, los misterios que contiene la música de lo viviente, la maravillosa orquesta de la naturaleza.

 

Desde que escuché hablar del proyecto de la audioteca, en esta búsqueda de hacer de la lectura una fiesta e invitar a todas las niñas y a todos los niños del país, mi asombro no ha hecho más que crecer. Es una propuesta arriesgada, casi diría, temeraria. Muchas de las canciones, de los arrullos y de las historias y relatos que aquí se entregan no tienen nada que ver con aquello a lo que nuestros oídos han sido acostumbrados. Y hay un gran riesgo cuando lo que se pone en crisis es nuestra manera misma de escuchar.

 

Nuestros oídos descubren cantos en los que árboles, animales como el guatín, la iguana, diversos pájaros, el puerco del monte, la mariposa, el mono y vegetales como el maíz y el fríjol son celebrados con ternura; descubren canciones para saludar, cantos de sanación, canciones pensamiento, canciones apenas musitadas, canciones para el bebé en el vientre, para que una niña crezca, conmovedores diálogos cantados entre un niño y un adulto, canciones que llevan a otros estados de percepción; descubren la fuerza de una comunidad que canta toda junta y las voces de los últimos sobrevivientes aislados de una lengua que agoniza… Pienso que escuchar a temprana edad estas formas musicales, ancestrales y contemporáneas, estas armonías complejas, estas historias que conjugan tiempos improbables; escuchar estas lenguas que, aunque lo hayamos olvidado, tienen que ver con lo que somos significa un desarrollo de nuestras capacidades humanas. Cuando digo capacidades humanas me refiero específicamente a la capacidad de reconocer al otro como otro y de reconocernos en otros, distintos de nosotros mismos. Nos permite una experiencia del mundo más completa.

 

Las canciones de las mujeres de la comunidad Ette Ennaka desconcertaron mis oídos, me llenaron de asombro. En particular Wansa, Mariposa. Me cuenta León David Cobo que cuando terminó de grabar Wansa, conmovido hasta las lágrimas, preguntó ¿por qué mariposa? Pues porque es muy bonita. Le respondió la mujer que la canta. Quiero terminar tomando el vuelo de esa palabra, mariposa, que va una lengua a otra con colores y formas muy distintas. El español ha elegido el momento en el que el entrañable ser, al que cuesta llamar insecto, se posa. María se posa. La lengua francesa se ha decidido por el caprichoso aleteo y lo ha comparado con aquel de las telas de una tienda de campaña que el viento hace aletear, de allí el nombre de papillon, del latín: paveilum, la tienda de campaña. El portugués las llama borboletas y lo más lejos que he conseguido remontar en esa denominación me ha llevado a la definición de “pequeña belleza”. El nombre que tienen en inglés: butterfly, la mosca de la mantequilla, proviene de un tipo de mariposas que, según cuentan, terminaban su vuelo en las bolas de grasa que en la Edad Media, en Inglaterra, se suspendían en las casas. En la lengua del pueblo irlandés, la mariposa se llama fealacáin, que podría significar: motivo de celebración. El idioma italiano la llama farfalla; he encontrado dos caminos que podrían llevar a esa denominación, uno sugiere que la lengua de Dante se habría decidido por la forma, los dos triángulos unidos por un delgado rectángulo, asociándola a una planta así formada; el otro, más plausible, menos afortunado, propone un origen similar al del paveilum. En ruso mariposa se dice babochka, literalmente: mujercita. Los habitantes de la antigua Grecia la llamaron psyché, palabra cuyo origen es el soplo, el aliento y es el nombre del alma. Según Homero, cuando un héroe muere, su alma, psyché, sale por su boca: una mariposa. Los Nahuas en su lengua náhuatl le dieron el hermoso nombre de papalotl: la flor que vuela. En nasa yume, la lengua el pueblo Nasa, se la llama c'me'me; no he conseguido averiguar ni el origen ni lo que la palabra comporta, pero su grafía y la sonoridad que evoca me la sugieren, empezando por el cuerpo y luego las alas, repetidas. Cuánto me gustaría saber qué hay detrás de la palabra wansa en la lengua ette ettaara y de la canción que consigue describir su revoloteo, su estar muy cerca, desaparecer en un instante, y volver a aparecer en otro lugar, canción que logra provocar la sensación casi angustiante de estar en medio de una miríada de mariposas. Cada lengua ha elegido una manera distinta de ver a este ser, de concebirlo, de nombrarlo y las diferencias son verdaderas lecciones de percepción. Traigo a cuento el vuelo casi mágico de esta palabra para hablar de cómo cada lengua es una manera de ver, de pensar y que posee, al menos un nivel, en el que no hay traducción posible. Las lenguas que escuchamos en la audioteca están en peligro de extinción. Para algunas, las posibilidades de sobrevivir son casi inexistentes y cuando una lengua se extingue, cuando muere, muere un pensamiento, muere una manera de percibir y entender, muere una relación con el tiempo y el espacio, muere una manera de sentir, de escuchar, mueren voces, mueren sonidos, mueren músicas, mueren historias, mueren formas de dignidad, mueren saberes, mueren sentidos, mueren capacidades y experiencias… pero sobre todo, mueren los seres que la habitaban. No encontraron más razones para hablar este mundo. Muere, en últimas, una parte de nosotros mismos.