Las mamás Kamëntšá prefieren que sus hijos e hijas nazcan en el lugar más abrigado de su casa: al lado de la tulpa, el fogón donde preparan los alimentos, el espacio donde suelen reunirse a conversar y enseñar algunas tradiciones.
Antes del parto su esposo ha hecho un lazo o guasca y lo ha colgado de una viga, para que la madre, arrodillada, se apoye en él. La acompañan la partera y su madre, y el esposo la sostiene. El bebé nace sobre una estera que su familia ha hecho para él, cubierta con una tela limpia.
La partera corta el cordón umbilical, ata el ombligo con una hebra roja de lana de oveja, cuyo color simboliza el calor y la fuerza, y entrega el bebé al papá. Después, envuelve la placenta en hojas o en la tela en que recibió al bebé y la entierra a un lado del fogón, un lugar que se vuelve sagrado; así, el bebé pasa de una madre a la otra: la tierra y queda atado a ella. En este ritual se pide que el bebé logre ser aquello que desee: médico, artesano... 
Luego viene un tiempo en el que la madre se dedica al bebé. Su esposo la cuida, realiza los oficios de la casa y atiende a los niños. Cuando las vecinas y los familiares van a conocer al bebé les llevan alimentos. 
Al día siguiente de nacer, el recién nacido recibe su primer baño, en agua con hojas de naranja y saúco o con otras hierbas. 
Al mes de nacido, en la primera luna llena, se le baña con otras plantas mientras lo carga alguien fuerte y suertudo, para que transmita estas cualidades al bebé. 
Cortar sus uñas por primera vez es motivo de un ritual tan importante como el de su primer corte de cabello, cuando tenga entre cinco y siete años.