Había una vez un hombre muy rebuscador al que le gustaba traer mucho pescado a la maloca. No perdía una noche, aunque tuviera hartos pescados en la maloca, salía a buscar más, todas las noches salía y traía hartos pescados. Otros salían a buscar como él, ¡pero traían muy poquito! No se comparaban, nadie lograba conseguir tantos peces como él.

Así él vivía, hasta que una vez una mujer pez, de la etnia de los peces, se le apareció. El papá le había dicho a la mujer pez: 

«Ese señor está acabando con nuestra familia, con los hijos de su tío, con sus paisanos, con sus hermanas; está matando a demasiados, por eso yo quiero, hija, que vaya y hable con él».

Y así fue, cuando el hombre salió en la noche se le apareció aquella mujer, una mujer de cabello largo, bien nalgona, muy bonita, y le dijo lo siguiente: 

«Vengo a hablar especialmente con usted para que no nos siga haciendo daño, matándonos. Usted va a acabar con toda nuestra familia, está haciendo mal. Nosotros somos gente, así como ustedes. Así es que yo le pido que no le haga más daño a mi familia». 

El hombre aceptó. Una noche salió a rebuscar y no trajo nada a la maloca, trajo muy poquito en comparación de lo que traía antes, y así siguió trayendo poco hasta que una vez le preguntaron: 

«¿Qué le pasa que ya no trae tanto pescado como antes?, así como lo hacía antes» 

«¡No, los peces ya se han acabado!», contestó él, y así pasó más tiempo hasta que la mujer pez le dijo al muchacho: 

«Quiero salir donde usted». 

«Bueno, salga para acompañar», respondió el hombre. Entonces, al llegar a la maloca, se hizo el enfermo; era pura mentira, él decía que estaba enfermo.

El hombre mandó a hacer una especie de cuarto solamente para él. Sacó tres astillas del cerco de la maloca para poder entrar y salir sin ser visto; para él poder salir a hacer sus necesidades. Y por ahí llegaba la mujer pez y entraba a acostarse con él, a dormir con él; llegaba y entraba por ese hueco, y ya amaneciendo se regresaba a donde su familia.

Así, él se la pasaba todo el tiempo enfermo. Hasta que el tío le empezó a curar. Pero al tío no le marcaba nada, no veía seña de enfermedad en el muchacho. Entonces el tío le dijo a su esposa: 

«Yo no sé qué es lo que le pasa a mi sobrino que cada vez lo veo más decaído, pero no le encuentro nada malo. Vaya y queme debajo de la cama de mi sobrino esta brea que yo curé» 

«Bueno», dijo la señora y se fue a quemar brea. 

Cuando llegó, la señora encontró al hombre y a la mujer pez durmiendo tranquilos. Ahí mismo regresó donde su marido y le dijo: 

«Su sobrino no es que esté enfermo, yo lo vi acostado con una mujer». 

«Bueno», dijo el curador.

Por la mañanita el tío fue a visitar al sobrino y le preguntó: 

«¿Cómo amaneció usted?» 

«Lo mismo yo sigo», le respondió. «No me he recuperado». 

«Bueno», le dijo el tío, «para que usted no se empeore acostado todo el día acompáñeme a coger hoja de coca para hacer mambe», y él lo llevo a recoger coca. Muchos los acompañaron y, cuando estaban cogiendo coca, el tío le dijo al muchacho: «Antiguamente, cogiendo coca, los antepasados contaban cuentos para que el trabajo les rindiera». 

«Bueno tío, échelos pues», le contestó el muchacho enfermo. 

Y el abuelo empezó a contar: 

«Había una vez un muchacho que recogía muchos pescados. De repente, dejó de traer hartos pescados a la maloca; de pronto fue porque la mujer pez se le había presentado. El pobre tío lo curaba todo el tiempo, pero no le encontraba señal de alguna enfermedad. El pobre viejo le dijo a la señora una vez: “Vaya y queme esa brea debajo de mi sobrino que está que se muere”. La señora se fue y encontró al sobrino y a la mujer pez acostados juntos… ¿No te está pasando así, sobrino?», le preguntó el viejo. 

Estaba buscando una estrategia para que el muchacho confesara la verdad, hasta por último el muchacho le dijo: 

«¡Sí tío, así fue que me pasó! La mujer pez se me apareció y es la que está conmigo». 

«Bueno», le dijo el tío. «Lo único que yo le digo es que cuando uno coge mujer no es para que esté escondida, sino para que ella le ayude a mi señora, a los vecinos, y que haga comida para usted». 

«Bueno», respondió el sobrino. 

«Ahorita que lleguemos», continuó el abuelo, «voy a hacer prevención para que ella no regrese por la mañanita adonde su familia, para que se quede como gente».

En la noche el hombre mandó curar brea para que ella no pudiera salir. El tío le había dicho antes: 

«Cuando llegue la muchacha entreténgala, juegue con ella y más o menos a las tres de la mañana déjela que duerma». 

Y así fue, la mujer pez siguió durmiendo por la mañana y no se dio cuenta que había amanecido. Por la curación se le pasó el tiempo de regresar y cuando la mujer pez se levantó ya estaba de día, ya estaba tarde.

Cuando se levantó, la mujer pez quería salir corriendo, pero no pudo porque le dio pena que todos la estaban mirando. Se quedó en la maloca con el hombre, y quedó en la maloca esa hermosa mujer, alegre, sonriente y nalgona, la mujer pez. 

El viejo le dijo al sobrino que la mujer fuera a ayudar a las mujeres a la chagra, para mirar si era mujer de verdad. Las mujeres trabajan mucho, debían comprobar que sí fuera mujer. El muchacho le dijo a la mujer pez: 

«Mujer, vaya con mi tía a la chagra». 

Y así la muchacha se fue, muy trabajadora. La señora le marcó un surco para desyerbar y la muchacha terminó primero que ella; ella le ganó a la señora del viejo desyerbando, pero cada nada se iba a bañar porque ella era mujer pez y se secaba. 
Ya para regresar, la mujer pez cogió un canastado de yuca para rallar. Otro tío que vivía en otra maloca escuchó la noticia de que el sobrino había cogido una mujer muy trabajadora, entonces le dijo a la mujer de su hermano: 

«Dicen que mi sobrino cogió mujer, voy a conocerla para comprobar si de verdad es mujer la que vive mi sobrino». 

Y así se fue y llegó a la maloca donde estaba la mujer pez, y comenzó a contar cuentos y chistes y comenzó a echar cuentos. Venía con un wayuco todo roto a echar chistes y cuentos. Al frente de la muchacha salía a correr y alzaba el pie, y se le veían los testículos. A la muchacha no le importó nada, ni el chiste, ni los cuentos, ni que alzara los pies. Ella estaba concentrada rallando. Él se aburrió de echar chistes, cuentos, de reírse; se despidió y se fue. 

«¡No vieja!», le dijo a la mujer llegando a su casa. «Me cansé de hacer chistes, cuentos, para ver si ella me miraba, pero no me puso cuidado. Mujer buena, trabajadora que cogió mi sobrino».

Hasta ahí termina el cuento de cómo el muchacho se casó con una mujer pez. Ya, por último, él se cansó de vivir en esa tierra porque cada nada iba a acompañar a la mujer donde los suegros al agua. Ya con el tiempo al muchacho le estaba saliendo escama. A lo último le daba pena estar entre los humanos y se fue a vivir donde los suegros; le habían salido escamas, le dio pena por las escamas y para siempre se quedó allá con ellos.