Al principio la tierra estaba seca, parecía una chagra recién quemada. Así se vivió por mucho tiempo el primer mundo, hasta que un día los Karipulaquena —creadores del mundo— descubrieron la existencia del agua. El líquido sagrado se concentraba en un gigantesco árbol, de cuya existencia solo sabía Amerú, la primera mujer, tía de los creadores del mundo. Su secreto lo ocultó por mucho tiempo, ya que consideraba a sus sobrinos incapaces de cuidar el agua en la Tierra. 

Un día, los creadores del mundo descubrieron el árbol y quisieron tumbarlo. Así surgió el hacha como primera herramienta, y con ella el sudor, recuerdo del primer trabajo en la Tierra. Al caer el árbol, el peso del agua que había en su interior fue tal que el líquido se derramó, creando ríos y afluentes. 

Con el agua sobre la Tierra, todo empezó a florecer. Así surgió el segundo mundo y las primeras reglas, que desde entonces son la tradición del territorio del Mirití. Jeechú, uno de los sabios de ese mundo, tuvo una visión del futuro en la que le advertían la ausencia del agua. Por esta razón convocó a los hermanos Karipulaquena a tumbar el segundo árbol, que era más grande que el primero. Esta vez todo estaba planeado, incluso el lugar en el que depositarían su gigantesco tronco. Sin embargo, por su peso, el árbol cayó al agua, corrió por el afluente y conformó lo que hoy conocemos como el río Amazonas o Awiná.