Los Kamëntšá consideran que los dos primeros años de vida son los más delicados; la madre le da el pecho al bebé, que permanece envuelto para que crezca derecho y sea forzudo.  A veces, en secreto, ella le soba con manteca de oso las articulaciones y los brazos, para endurecerle los huesos, volverlo fuerte y trabajador y darle suerte. Además, lo lleva en su espalda a donde vaya: el trabajo en el jajañ, las ceremonias religiosas o las fiestas; así, los niños crecen acostumbrados a compartir sus actividades, participan espontáneamente en ellas y en la vida de su comunidad y aprenden su lengua. Mientras trabaja la tierra, la madre deja a los bebés en una hamaca al cuidado de sus hermanos mayores, que pueden ser niños de cuatro años en adelante. Cuando empiezan a gatear o caminar pueden hacerlo libremente, siempre cerca de ella.